Translate

lunes, 3 de junio de 2013

Las palabras más apasionadas que un argentino supo escribir

Tiempos de esta escritura? No interesa cuándo. Su lectura sólo remite a la actualidad y al deseo, compartido por muchos, de una Argentina distinta...que conjure sus males históricos, que los supere, quizás luego de haber llegado adonde este autor no pudo imaginar nunca.

Lo comparto como uno de los textos mas apasionados que un argentino pudo escribir.


Después de intentar durante años paliar mi aflicción inútilmente, siento la necesidad de gritar mi angustia a causa de mi tierra, de nuestra tierra.
De esa angustia nace esta reflexión, esta fiebre casi imposible de articular, en la que me consumo sin mejoría. Esta desesperanza, este amor —hambriento, impaciente, fastidioso, intolerante—; esta cruel vigilia.
He aquí que de pronto este país me desespera, me desalienta. Contra ese desaliento me alzo, toco la piel de mi tierra, su temperatura, estoy al acecho de los movimientos mínimos de su conciencia, examino sus gestos, sus reflejos, sus propensiones; y me levanto contra ella, la reprocho, la llamo violentamente a su ser cierto, a su ser profundo, cuando está a punto de aceptar el convite de tantos extravíos.
La presencia de esta tierra yo la siento como algo corpóreo. Como una mujer de increíble hermosura secreta, cuyos ojos son el color, la majestad, la grave altura de sus cielos del norte, sus saltos de agua en la selva; cuyo cuerpo es largo, estrecho en la cintura, ancho en los hombros, suave. Su molicie es la provincia; su hijo vivo en el embrión: la entraña activa de los territorios, las gobernaciones, las metrópolis. Su cabeza yace cerca del trópico sin arrebatarse, a la vez próxima y distante; otra cosa. Su matriz está en el estuario, matriz fortísima de humanidad, que penetra hasta la entraña por los dos potentes cauces fluviales, su esbeltez, su sistema nervioso todo, parecen descansar, erectos, eternos, en el sistema vertebral de los Andes. Busto liso de mujer en torno a las bellas turgencias pectorales, los desiertos, las sabanas, los montes del norte indómito; el vientre: la pampa, extenso y sin ondulación como los de la normativa escultura. Sus miembros, armónicos y largos, conformados por las largas colinas pétreas de la Patagonia, no sin el vello regular de los valles. Sus pies se afinan hacia el sur, descansan sobre el estrecho glacial, tocan los acantilados estériles y desiertos del Cabo de Hornos, y dejan que los ingleses —otrora despechados— se entretengan con la babucha suelta de las Malvinas.
Quiero verla así, como mujer, porque mujer es lo que atrae amor; y mater.
¿Qué puede ser el pueblo nacido de esta mujer, mater? Virilidad, serenidad, coraje; inteligencia y hermosura viril, en lo humano; antes de nacer, a nadie se puede presumir traidor de un bello vientre.
La verdad: el pueblo nacido de aquel vientre todo eso ha sido. Y con algo más, todavía con algo más: en él, la inteligencia fue siempre una forma de bondad. Amar en espíritu es compadecer, ha dicho Unamuno, y quien más compadece más ama.
De esas virtudes, he querido saber cuáles existen y cuáles están en trance de muerte.
No quiero un soliloquio, no, sino un diálogo, con ustedes, con los argentinos que prefiero. Esta confesión, ¿qué fertilidad tendría si no son las respuestas? Qué eficacia, sino la inquietud que despierte, el cuidado, el escrúpulo que suscite —el estado de conciencia que sea capaz de crear con su propio estado. Yo no puedo enseñar, yo no puedo —ni quiero— obligar ningún pensamiento, yo no puedo instruir; quisiera, tan sólo, conmover; es decir, mover conmigo.
Hacia nuestra Argentina, argentinos insomnes; hacia una Argentina difícil, no hacia una Argentina fácil. Hacia un estado de inteligencia, no hacia un estado de grito. Quiero decir con inteligencia: la puesta en marcha de una desconfianza en nosotros mismos junto con la confianza; sólo esto es fecundo. Mientras vivamos durmiendo en ciertos vagos bienestares estaremos olvidando un destino. Algo más: la responsabilidad de un destino. Quiero decir con inteligencia la comprensión total de nuestra obligación como hombres, la inserción de esta comprensión viva en el caminar de nuestra nación, la inserción de una moral, de una espiritualidad definida, en una actividad natural.
Es necesario ir hacia ello, no detenerse, argentinos, argentinos sin sueño, argentinos taciturnos, argentinos que sufren la Argentina como un dolor de la carne.


Es a ustedes a quienes me dirijo. No a otros. No es al argentino que se levanta, calcula el alba según términos de comercio, vegeta, especula y procrea. No es al, así llamado, “Señor de la patria”, tan generalmente vendido a oros ignominiosos (y en éstos entra el soborno que sobre cierta índole de hombre ejerce la oscura ceguera de ignorar, el nublado destino de no entender y la campana triste del énfasis). No es a los que “hacen” y “viven de” la Argentina. No. Sino a ustedes, que forman parte, quizá, de esa Argentina sumergida, profunda, a cuya digna y grave gloria está dedicado este libro. A ustedes que tienen la edad del alba.
Aquellos otros son irracionales, la parte irracional (a decir justo: animal) de nuestro pueblo. Y sólo en la medida en que lo racional de un hombre es alto crece hacia su raíz la nacionalidad intrínseca, la nacionalidad inmanente, lo nacional. No hay nada más lóbrego y terrible que el nacionalismo de los hombres de razón corta. No es un azar que las bestias no reconozcan patria sino donde confinan su defensa y alimento. Cuanto más elevada es la racionalidad de un ser, más grande es el árbol que su nación planta y extiende en él. Una sola cosa temo, y es el amor sin inteligencia del corazón, porque ésta es la especie de amor que mata por proteger.
Estamos abocados a males tantos, en esta tierra de tanto sol y tanta tierra y tanto cielo, que yo no veo remedio, para salirles al paso, más que el fruto que dé una categórica, radical, rotunda movilización de las conciencias. Movilización es maduración: cuando todas las partículas de un organismo vivo se ponen en extremo movimiento, en agitación, es cuando ese organismo va a dar sazón a su fruto, cuando todo ese organismo se mueve en el sentido de su secreta presciencia y todas sus células han adquirido una suerte de orgánica lucidez. Y si somos todavía un pueblo verde, un pueblo en agraz, no es porque seamos “un pueblo joven” —cándida, inocente mentira, ya que no los hay bajo el sol jóvenes ni viejos, y aun se es más viejo en todo caso por ciertas frustraciones de la juventud—, sino porque nuestra conciencia está en mora, porque ella no se ha desarrollado desde sus fuentes, desde su hondón, sino quedado sobre sí y como cerrada. Lo que estamos es sin fruto verdadero y sólo nuestras ramas de árbol criollo se han echado a expandirse por el falso espacio de una supercivilización aparencial. Los hijos de los hijos de argentinos, ¿a qué se parecerán? He aquí una cuestión que hay que sentir preocupadamente. Yo sé a lo que se parecerán en su forma vital, pero no sé a lo que se parecerán en su forma moral. Yo sé que serán ricos, yo sé que serán físicamente fuertes, técnicamente hábiles; lo que no sé es si serán argentinos. Y no sé si serán argentinos porque sé que sus padres han perdido ya hoy el sentido de la argentinidad.
El sentido de la argentinidad. Ya con sólo enunciarla, esta frase suena extraña porque apenas tiene crédito en nosotros, no encuentra en la persona el necesario campo crédulo y responsable. Es una oración blanca, por similaridad con esas voces blancas con que se habla en América de las cosas del espíritu y la cultura, es decir, en términos puramente locutorios y no consustanciados. Y si esta oración fundamental es una oración blanca, no hay que poner el grito en el cielo sino en el alma; hay que poner el grito en el alma. Hay que poner el grito en el alma porque estamos ante la comprobación de una certidumbre y es que nuestra conciencia permanece inmatura y de que corremos el riesgo, no ya de seguir siendo, sino de ser cada vez más hombres prematuros.
No lo eran aquellos de quienes nacemos como pueblo. Lo estamos siendo, cada vez más, nosotros. Por una involución, por un proceso de involución ante el que hay que detenerse y decir: no. Sin quedarnos en nuestra aflicción, sumidos en el árido reflexionar de cubil, sino saliendo de nuestro cuarto en modo ardiente y precipitado para llevar adonde mora el vecino la declaración de nuestra decisión crítica y nuestra hambre, nuestro no a este avance inerte cuyo andar es como un sopor que se desplaza sobre hombres, masas y ciudades.
No. La Argentina que queremos es otra. Diferente. Con una conciencia en marcha, siendo esta conciencia lo que debe ser, es decir, sabiduría natural. Si según la teoría socrática recogida por Platón en su Fedón, ciencia es reminiscencia, lo que necesitamos en todo momento es reminiscencia, o sea conocimiento anterior del origen de nuestro destino y en el origen de nuestro destino está el origen de nuestro sentimiento, conducta y naturaleza. En nuestro origen natural está potencialmente contenido nuestro devenir; si perdemos el recuerdo, o sea la ciencia, de nuestro origen interior —¿qué podremos ser más que un optimismo errabundo? Haberse originado es originarse constantemente, nacer es seguir naciendo— y si no sabemos cómo y para qué llevamos en nosotros tan constantes nacimientos, esta ignorancia adquirirá, bajo el aspecto de una vida que se perpetúa, el valor de una muerte que se repite.


He aquí que estas reflexiones, llevadas a su extrema consecuencia, no me dejan calma. Cada día veo a la Argentina actual desnaturalizarse en uno u otro acto. De pronto está ahí, presente; de pronto está perdida. Inútil tratar de llamarla a un examen de sí: su voz presente está batida por una suma circunstanciada de ignorancias. Lo cual le improvisa una actitud similar a la de ciertas mocedades, que tan pronto causan gracia como desaliento. ¿Qué hacer ante este país en el que se reproduce la parábola del Hijo Pródigo? Se ha echado a andar en busca de deleite y riqueza; imposible no advertir que se ha alejado también en demasía de algo de lo que no debió alejarse nunca: del sentido de su marcha interior.
Y los pueblos, como los hombres —¡una vez más, Señor, como los hombres!—, no son dueños de sus fines, sino de sus caminos. La existencia de cada especie viviente sobre el planeta no conoce ningún fin; toda ella es camino. Caminos vivos son los hombres, camino el insecto de alas que muere en el aceite. Camino la vida y camino la muerte. Todo es camino. Camino es el cuerpo y camino el alma hacia una remota consumación. Camino el amor, camino la caridad, camino el odio que divide y la esperanza que apunta por el este con cada amanecer. Camino la aparente inmovilidad de las móviles constelaciones; la duda, el gozo y la agonía; camino el hombre que acecha en la sombra para golpear con traición y la mujer que —sangre de su sangre— mata en pleno amor; camino el sueño del taciturno, el coraje del atrevido, la actividad del activo, la pereza del perezoso, el mal periódico de la mujer y en lo alto de su angustia poética su delirio crepuscular, el andar del niño, la cruel reserva del ateo, la mentira del mal cristiano, el orgullo del que medra y la amargura del pobre. Caminos son todos esos.
Malos dueños de nuestros caminos somos cuando empezamos a descuidarlos. Porque entonces, según la parábola de las Escrituras, el que va en busca de días y noches opulentas vuelve por el camino triste siendo cuidador de puercos. Esto lo sabía de sobra Maquiavelo, con su discreción previsora y su cara de oscuro caviloso imbeciloide (según se le ve todavía en un rincón de la cámara ducal florentina), cuando aconsejaba a Lorenzo el Magnífico: “unos han creído y otros siguen creyendo que las cosas de este mundo las dirigen Dios y la fortuna, sin que la prudencia de los hombres influya en su mudanza y sepa ponerles remedio..., pero me atrevo a aventurar el juicio de que si de la fortuna depende la mitad de nuestros actos, los hombres dirigimos, cuando menos, la otra mitad.”
Nada se dirige, a decir verdad, pues vivimos en el llano, punto desde donde no se manda; pero se es o se deja de ser, según que tengamos o no el coraje de nuestra conciencia. Esto, que puede parecer casi nada, es tan grande cosa que sólo por ella fue un Hombre apresado en el huerto de los olivos y muerto a la caída de la tarde, una víspera de sábado, y muertos en igual modo el bueno y el mal ladrón, y perdido un mal juez y entristecidos sin aparente motivo algunos centuriones, y enterrada viva mucha gente en las catacumbas de la campiña romana y, época tras época, precipitados los hombres unos contra los otros, sin más que dar de sí, y al final de sus vidas, en lo más cruel de sus guerras, un ligero gemido y una nostalgia tardía de paz y de perduración.
El extravío de nuestro pueblo es joven, tiene los años de este siglo: poco más de treinta y tantos. He visto inmigrantes de antes e inmigrantes de después; en ellos puede estudiarse, como las turbaciones profundas en un semblante, la historia de nuestra decadencia como patria, más que como nación o como Estado. (Y escandalícense poco aquellos a quienes este género de verdades choca: cuanto mayor sea su sentimiento de escándalo, peor será su culpa el día en que haya bastantes decididos a ser mejores.) He visto a extranjeros llegados a nuestro país cuando todavía estaban vivas las voces de nuestras inteligencias mayores, y para esos hombres lo argentino era un estado de religiosidad; gleba y árbol, casa u hombre, a todo lo de aquí cobraban novísima devoción esos hombres venidos de pueblos donde el esfuerzo humano ha perdido eficiencia; estaban aquí viendo el levantamiento casi heroico de una nacionalidad donde todo estaba por crearse, desde los parques metropolitanos, la línea urbana de las viviendas, las canciones de marcialidad, las previsiones de la política, la realidad orgánica del país en lo extrínseco y lo intrínseco, hasta la articulación visible de su inteligencia. Era la gesta moral y la material de un territorio fabulosamente ofrecido al porvenir. Pero éste no era un porvenir ilusorio y desierto, sino un futuro activo y habitado, un futuro presente, como son los futuros de todo aquello que se crea por un acto volitivo, en el cual lo porvenir no es más que el progreso, o forma ulterior, de un acto actual. Y ante el espectáculo de esa auténtica grandeza potencial, los hombres venidos de otras tierras se recogían, se consustanciaban, enmudecían. Yo he visto en su ancianidad, en la ancianidad de hombres así, las huellas de este sentimiento de fervor, tan sencillo, tan emocionante y tan puro. Y ante ellos me he conmovido con una emoción de mi tierra, porque en esos rostros llenos de arrugas negras como las de los antiguos labriegos, amigos ya de lo eterno y sin codicias terrestres, perduraba esa expresión; no otra que la expresión misma de un mundo nuevo, el espectáculo de un amanecer que va sin pausa hasta la medianoche y recomienza. Habían sentido en torno de ellos, de esos extranjeros, el rumor de una sabiduría: el rumor de ideas, sentimientos, esperanzas, gestos, voluntades en marcha, el rumor de un mundo de hombres recientes que se pare a sí mismo, pero no a oscuras, sino como hijo que se abriera paso solo en la tiniebla del claustro materno. Hablaban de las cosas argentinas, de los viejos hombres tutelares, de imborrables lapsos de luz en las oraciones públicas (como el discurso de Avellaneda al ser repatriados los restos de San Martín), de tal o cual virtud sensible en tal o cual hombre nuevo de la tierra nueva, con la misma voz tierna y un poco solemne con que, en el lugar de su nacimiento, más allá del océano, habían aprendido a deletrear el Eclesiastés.
Y he visto a los inmigrantes ulteriores. Y en vano he querido adivinar en esos rostros más jóvenes de ambiciosos el brillo con que se entiende algo más que las letras de los anuncios metropolitanos, se oye algo más que las canciones de café, se ve algo más que la imagen física de un país confortable, se percibe, en fin, algo más definido y profundo que el mero sentimiento de una pretenciosa orquestación nacional. Los he visto: alegres por fuera, sordos por dentro. Atados a nuestro destino, no ya sin conocernos: sin siquiera presentirnos, sin vernos más allá de la piel.
¿Es de ellos la culpa? No; sino nuestra, argentina. Porque la sordera de ellos es un modo que tenemos de aludir a nuestro mutismo. En nuestro mutismo preferimos no pensar. Creemos que basta con proclamarnos para nuestros adentros: adelante, y Dios proveerá.
¡Qué engaño! Qué engaño, porque Dios no proveerá. Está escrito: “el que quiera salvar su alma la perderá...” El que quiera salvar su alma; es así que nuestro libre arbitrio nos pierde cuando no está ordenado a un principio trascendental, cuando lo dejamos irse de las manos de nuestra virtud, de nuestro corazón y de nuestro conocimiento; siendo éstas, no sólo las manos fértiles del hombre, sino las ramas del árbol fundamental, el principio de los principios, porque no hay principio que no florezca de esas tres ramas.


Inevitable es ahora que empiece por hablar de mí, ¡tan inevitable, tan imprescindible! Estas páginas están dictadas, ya lo he dicho, por una ansiedad, por una aspiración, por una necesidad de diálogo. Quisiera tener algunos rostros argentinos vueltos por un instante a mi propia desazón, a mi propia lucha, a mis propias esperanzas, a mis agonías y renacimientos frente a un pueblo cuyo destino me retiene en los límites agrios del desvelo. Ya casi mi palabra es sólo fervor; ya casi no deseo más que partir ese fervor con otros, esto es, confesarme, hacer mi fe común con otros. No hay amistad cierta que no se base en una ininterrumpida confesión, en un comprenderlo, verlo, sentirlo todo confesándoselo. Confesión quiere decir unidad, sin lo cual no puede haber nada entre tú y yo, lector que me has de juzgar, querer, abominar o padecer.
Con lo cual, la pretensión de estas páginas no es poca, y demasiado grande es su propósito; porque pretensión y propósito suyos son encontrar en su camino algunos hombres y detenerse con ellos y contarse los unos a los otros la causa de su contrición y de su fe, y decirse: “Por esto vivimos, por esto padecemos, por esto luchamos, por esto amamos, por esto nos desangramos y por esto morimos.”
Yo no sé que haya en la tierra, con excepción de la fe misma, otra posibilidad de confortación.

Prefacio de Historia de una pasión argentina. Eduardo Mallea. 1937.
http://es.wikipedia.org/wiki/Eduardo_Mallea

No hay comentarios:

Publicar un comentario