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jueves, 17 de noviembre de 2011

Escritos Idiotas 2: El reloj de la Argentina que atrasa 40 años

El Viaje

Hacía diez años que trabajaba en el Banco de Esmeralda y Tucumán.
Como todos los días laborables  bajaba  del colectivo en del Barco Centenera. Miraba hacia los costados de la calle, luego al semáforo de la  derecha y,finalmente, se decidía a cruzar  Rosario, para bajar al subterráneo.
Comenzaba, en Buenos Aires, ese tiempo desagradable en que nunca se sabe, a ciencia cierta, cómo salir vestido. Sin embargo,  pensó que, todos los años, en todos los noviembres, cada vez que salía  para su oficina, se repetía para sí los mismos pensamientos, y que la ciudad, siempre durante aquel mes, lo esperaba con sus mismos designios.
La camisa, por debajo del saco del traje, había comenzado a pegársele con disgusto a la espalda. Sintió la tela  áspera , como una  arpillera humedecida, bajo todas las entretelas. El pantalón, ya de verano, le produjo escozor, lo mismo que los bordes del saco  en las muñecas; la corbata  era  casi como una cuerda retorcida .Este hombre, se lo aseguro, estaba verdaderamente incómodo; pero Ud. ya sabe como son las cosas  de los administrativos, de los burócratas, en general, siempre con el uniforme, nunca confesado, pero a sabiendas que ese hábito hace, sin duda, al monje. Quizás podría recuperar el equilibrio que el traje, la corbata y el calor se obstinaban en restarle. Aunque los subterráneos eran calurosos, más que los transportes a nivel, la velocidad y el aire se encargaban , a su debido tiempo, de equiparar la sensación térmica bajo tierra.
Por aquella época de noviembre, en Buenos Aires, las casas están calientes, conservaban el calor acumulado de las estufas en el invierno; tal vez  porque no se ventila lo suficiente con el frío, por esa manía de "cerrá-cerrá-rápido-que-entra-el frío-",o quizás, por las construcciones con materiales que no son aislantes tanto en invierno como en verano. El era un hombre prolijo, en ese sentido; siempre , por las mañanas, apenas se levantaba y tomaba mate, abría las ventanas y hacia su cama. Aire puro, se decía, aire puro y seco. Y en relación a esto pensó  que, quizás,  la sensación térmica tuviera que ver en todo el asunto de mojarse la ropa recién puesta, pero en la televisión todavía no había noticieros que dieran por segura la sensación térmica del día. O quizás fuera, con toda seguridad, la humedad. Salió  de su casa sin esos datos, que le hubieran ayudado a resistir el atuendo, explicar lo caldeada de su casa y tomar precauciones la próxima vez para no tener que partir inútilmente transpirado con apenas diecisiete grados.

Llevaba consigo - como todos sus días laborables- un walkman, al que enganchaba en el cinto del pantalón;  lo ponía en play sobre el umbral de la entrada de su edificio : una cábala, que se había inventado. Una vez puesto el pie en la vereda  -no importaba cual, para eso no tenia un rito -, la música ya debía de estar sonando.
Como todos los lunes, tenia la casete con el Intermezzo de Cavalleria Rusticana. Porque este hombre tenia una casete para cada día de la semana y siempre creyó que debía de haber una música para el afán de cada jornada, las que son bien distintas ya sea lunes o viernes. No era la misma la música del lunes a la del viernes y, menos aun a la del miércoles, el cenit de la semana burocrática. Si bien el fin de semana era un tema aparte en su vida, de una especificidad propia, distante de su rutina de lunes a viernes, no odiaba su existencia de días laborables, es mas, necesitaba , no solo del dinero que le representaba trabajar, sino de los designios que le imponía salir a la realidad de la ciudad, y a su contracara  subterránea.

Aunque los lunes eran bienvenidos, siempre eligió aquella música que le recordaba una melancolía de otros días perdidos, quizás de algunos otros lunes, borrados irremediablemente  de su vida.

Cuando cruzó Rosario, ya en la vereda de la Plaza, rebobinó lo poco que había escuchado, hasta el inicio del intermezzo. Lo dejo activo,  en pausa, con el objeto de, una vez transpuesto el molinete, dar comienzo al rito de la música en el mismo instante de salir el tren.
Se persignó ante la imagen de la Virgen, estampada en mayólicas; bajó la ultima escalera, la definitiva,  hacia el tren, con el pie derecho. Ese era otro gesto que se había inventado, no sabia muy bien por qué, pero, como todos los gestos obsesivos de este hombre -los que no llegaban a la estructura de las psicopatologías -, le eran necesarios por un equilibrio que intuía sin comprender con racionalidad , pero que a la larga, algún resultado iban a provocarle, se decía. La situación se la planteaba, salvando las distancias, como aquellos hombres de la Edad Media que hervían agua, y la hervían, y así, y así; un buen día, se ha dicho, el agua se convertía en deuterio. Es claro que a los medievales el deuterio no les hubiera servido de nada, ya que para la invención de los reactores habrían de pasar, no menos, de cinco siglos. Lo importante estaba en el proceso de hervir , más que en obtener el deuterio. Reconocía que el tema, del que algunas veces escuchó hablar por ahí, era muy profundo; tal vez demasiado sesudo para su modorra mental . Sabía que, en su actualidad, todo era pura intuición; por ella se dejaba guiar aún  a costa de la galería de gestos aparentemente inútiles, con los cuales subía a su tren, desde hacía diez años, todos sus días laborables.

Abordó  en el andén  número uno; siempre en el primer vagón y en el primer asiento,  el individual, que mira hacia el túnel, como el parabrisas de un auto. Se sentó del lado de la ventanilla para  que el aire, posteriormente en movimiento, lo refrescara del ahogo del traje y la corbata, que con la caminata y el colectivo lleno habianse acentuado.
Respiró profundo, tratando de aliviarse con el pensamiento de  la secuencia que vendría y estaba programada,  insuflándose del olor particular que tienen los subtes, un olor distintivo aquí en Buenos Aires, en  París o Moscú. Todos los subtes huelen igual: una extraña mezcla de grasas, solventes, tierra, maderas varias y encierro.

El subte le encantaba, en el verdadero sentido del encantamiento, del sortilegio, ya que a cualquier hora,   siempre es  nocturno; el día no existe allí, salvo por los reflejos que atraviesan los respiraderos, sobre las calles que son el techo de su  mundo soterrado. Los destellos del exterior, con cierto esfuerzo despreciable de la imaginación, podían ser anulados de modo que la textura, tan particular de la noche allí, fuera preservada para todos los que iniciaban el viaje. Una noche democrática es la del subte: ni luna, ni estrellas, ni nubes que las ocultan. Nada de velos, u opacidad , solo la penumbra, bajo  una tierra particularmente olorosa a siglo veinte.

De todos los gestos inventados por este hombre, en esa rutina , el  disponerse a iniciar el viaje,  era su favorito. Porque todas esas maneras conducían, exclusivamente, a ese inicio que culminaba en la estación Lavalle, donde bajaba del tren  y subía las escaleras al piso del día y a su trabajo.

Comenzó su viaje y su música, exclusiva, propia. Arrancó la máquina con un violín velado, la melodía del Intermezzo que insinuaba y penetraba, con lentitud perseverante en intensidad. Cerro los ojos a la noche soterrada, y concentrándose en si mismo, sólo por un momento, sintió la presencia de un pasado- de los muchos que había tenido -, pero al que había querido devastar. La noche del subte se lleno de destellos solamente para el. Los violines lo llevaron a Acoyte y a una joven perdida de su vida, mas no de su memoria. Volvió a descubrirla allí,  con sus dos rostros, sus dos caras significantes de la humanidad. La redescubrió  parada en el andén: Clara con el rostro desfigurado  por la sonrisa y con sus manos gesticulantes   que hablaban a la par de sus ojos y de su boca extendida; Clara, otra vez, con el rostro encogido, la cabeza inclinada hacia adelante, los ojos fijos en el subsuelo del día y del trajinar del mundo. Las manos ya no hablaban; ocultas o inmóviles, como sus ojos callados, escondiendo un mar atiborrado de fantasmas que sólo ella conocía . Si no hubiera sido, quizás, tan enigmática, escondiendo tanto misterio, vaya a saber uno de que, pensó, sus relaciones hubieran sido distintas. Tal vez se hubieran casado, ya tendrían hijos y vivirían una vida juntos, aunque no sabia cómo; el azar siempre complica todo, mas aun el devenir, tan frágil e inteligible.

Miro hacia el techo del túnel y le pareció verla correr, por Av. Rivadavia, cerca de la Federación de Box, en uno de los tantos actos políticos a los que fueron juntos. Clara gozaba con caminar y correr, no perseguida por la policía ni por adversarios de otras barras, disfrutaba la transgresión que significa violar las solemnes avenidas de Buenos Aires, donde la costumbre impone los autos a gran velocidad como amos y señores del piso del mundo cotidiano. Tuvo que esperar hasta Loria, para volver a verla: la risa le desfiguraba el rostro, mientras corría y saltaba por Av. Rivadavia haciendo pito catalán.

No se dio cuenta que el sudor lo estaba bañando, que el traje  ya estaba mojado y que la corbata era una cuerda retorcida alrededor de su cuello. No se daba cuenta de nada, salvo de la velocidad inusitada que tomó el tren después de Miserere; sabia ,de siempre la estación próxima,  con Clara en el anden, con las manos levantadas como panderetas agitadas, saludándolo.

Sintió que una transformación se produciría; algo dejaba de ser igual en su vida; quizás todos sus gestos inútiles fueron necesarios, como a los alquimistas de la Edad Media, para lograr  , a partir de lo banal e incomprensible a la razón, tener un poco de belleza y trascendencia.
 Ya no era lunes; es más, no sabía que  día era; el subte  se transformó en un viaje por una galaxia lejana, restallaste de misterio en uno de esos dobleces del tiempo que existen en Buenos Aires y  que sólo unos pocos habitantes de esta Santa María , pueden hacer y apreciar. Ese día ya  no podía perdérselo.La parada siguiente era Alberti, pero el soterrado nocturno la despreciaba, porque no se detenía , pasaba como en un vuelo rasante, luego de elevarse apenas y tomar el impulso debido para imprimir gran velocidad, e ignorarla. El tren le jugaba , todos los días, la mala pasada de olvidarse el verdadero origen de la noche en que conoció a Clara, en la Universidad del  Salvador.
Miró Alberti, tomado de los marcos de la ventanilla, como en un gesto ridículo de frenar la presurosa marcha del  tren , que en su dureza le demostraba que lo importante del viaje nunca es el origen o la largada: siempre, es el destino. Allí estaba ella. Parada sobre el anden, con su mano derecha alzada saludándolo y su brazo izquierdo encogido sobre su cuerpo, sosteniendo los libros. Parecía una niña dando saltitos con la pandereta de la mano y la cara desfigurada por la sonrisa.

Cuando luego de la estampida desde Plaza Miserere paró  con displicencia en Pasco,  se volvió a acomodar en el asiento de madera, con incomodidad en las posaderas por tanta dureza innecesaria de los dueños del subte. Todo el cuerpo le dolía, pero no se daba cuenta , ya que  la conciencia de la incomodidad le duró poco, porque  en cuanto se descuido ,  tenia Congreso encima. Sabía que tanto a la derecha como a la izquierda del túnel que transitaba, se hallaban, las mejores pinceladas de su vida, los dorados momentos en el Molino, la Victoria, el antiguo cine Empire, en raboneadas a la facultad. Pero, sobre todo, eran las curvas hacia Saenz Peña las que lo conmovieron mas de su viaje.
Comenzó a llorar. Recordó, con una ternura amarga, la Plaza Lorea y el Pasaje Barolo, porque allí había crecido como hombre. En aquellos escenarios se sacudió la frivolidad de los veintipico y  forjó  los códigos de su vida. Códigos, se dijo; transformaciones  rituales por las  que se sostenía cada jornada de su vida.
Por tercera o cuarta vez el intermezzo volvía a repetirse en la casete, grabada ex profeso, para no rebobinar tantas veces la música sagrada que lo acompañaba todos los lunes. Llegando a Lima, dos paradas antes de su destino, en que debía hacer transbordo  para Retiro, se enjugó el mar de lagrimas que le bañaba el rostro y lo desacomodaba en su presencia  ante la gente, que no lo observaba. Porque, así como él, la gente también vive su propio viaje, y enjuga sus propios mares en el misterioso país de las lagrimas, en las propias galaxias lejanas de los recuerdos , todos aquellos por  los que se  sostiene la memoria colectiva de la ciudad.
Bajó presuroso, corriendo por el túnel de transbordo. A nadie le gusta ese pasadizo que comunica hacia un nivel mas profundo; todos van apurados, algunos,  muchas veces, tropiezan con los escalones  que la inician. Pero a medida que se lo atraviesa, vuelve la calma . Pocos saben las razones, pero lo cierto es  que una  ignota artista de los azulejos estampó un mar de suaves ondulaciones. Allí ,  Esteban, el ciego del acordeón a piano, se sienta todos los días a recrear  la esquina norte de la plaza Saint Pierre. El sabe que no existe el funicular ni el Sagrado Corazón, que solo está en un túnel de transbordo  en la perdida y lejana  Buenos Aires, pero como es ciego y , tal vez por esa razón, viajero mental, todo esto le tiene sin cuidado. Su tangible oscuridad es el nexo  entre la esquina norte de una lejana plaza  y un túnel de transbordo. ...  es tan delicado y sutil el equilibrio de la memoria colectiva: el  sostiene una pequeña parte de todo ello con su acordeón a piano, junto a otros dos ciegos, músicos también.
  Cuando nuestro hombre atravesó el mar calmo de ondulaciones, supo de la labor silenciosa de Esteban. Se maravilló por descubrirlo , pero hizo como que no lo sabía. No fuera que se alterara la  armonía de aquel día en que se le abrirían los cerrojos de designios históricos.
Bajó la escalera hacia uno de los límites más bajos de la patria de los soterrados: Constitución-Retiro.
Cuando apuró la  extensa escalera y llegó , por fin, a ese nivel, sintió alivio. Volvía a estar en el mundo nocturno y no menos afanoso que el de arriba. Pasó sus dedos por la rúbrica de las mayólicas , en la estación Av. de Mayo, la que rezaba Segovia 1934. Sintió, en las yemas de sus dedos, los sesenta años que lo separaban y, curiosamente, lo acercaban a un desconocido artista español.
 En el walkman se raepetía, por última vez, el Intermezzo de Cavallería.
Siempre había pensado que en cuanto el pasado acudiera a  su vida, a citas de nostalgia, debí hacerlo como aquella melodía, que siente todo el sufrimiento y las alegrías como un descarnado: sin dolor, sin pasión, solo con memoria. Supo, entonces, porque los lunes quería aquella música. Sintió que  podía despedirse de la vida azarosa, cotidiana ; entrar a su pasado,  condensado en las estaciones de subte de todos sus recuerdos , a sus dulces años en que todo era proyecto, todo estaba por hacerse, por realizarse; un tiempo en el fue joven e inocente, cargado de  anhelos y   ansioso de belleza .Luego, con el despertar de un deseo remoto - nunca saciado, renovado en cada uno de sus días laborables a través de  sus maneras  extrañas -, quiso volver a su origen, en la estación Alberti, con un nuevo cospel de cuarenta y cinco centavos y una ultima pasada de molinete.

Llegó a Diagonal y vió, por última vez, el bestiario medieval , que estampa aquella estación. No se bajó en Lavalle ; decidió que  iba a llegar a Retiro y de ahí vería que hacer;  quizás iría a Constitución y de allí tomaría una combinación, con toda seguridad  a Alberti. Sospechaba que todavía podía estar Clara, dando saltitos con la pandereta de la mano para luego recorrer, junto con ella, una y otra vez, la patria sepultada de la ciudad, aquella en la que las almas de Buenos Aires, los espíritus de cada jornada, la memoria de generaciones, se entremezclan con nuestra, por siempre, noche democrática, perfumada de grasa, tierra, maderas, solventes y encierro. Y así lo hizo, con un entusiasmo inaudito para  sus históricos modos y formas, buscando a la inefable Clara   que,  en cada  estación, lo esperaba   con sus dos rostros y con el que fuera su único destino.(*)


El reloj de la Argentina atrasa...atrasa cuarenta años.He querido rendirle homenaje a este atraso de setentistas trasnochados, que nos gobiernan y que han sido reelegidos. Los setenta fueron una desgracia terrible en la vida de la Nación.Los que quieren reeditar la nostalgia de la militancia, de aquellos tiempos, pero remasterizada en estilo yuppie, sencillamente me dan asco. Disculpen mis lectores haber hechado mano de un escrito que tiene sus  años. Toda esta fiesta populista, y su progreso, me han afectado en el análisis político. Les pido perdón. De aquí en más me dedicaré a otros temas que, por su universalidad, me eximirán  de vomitar sobre algunos connacionales, como lo he venido haciendo. El estómago y mi modo de ver la vida, en su más estricto sentido, en su universalidad, deben llevarme hacia ese cambio, desde donde quizás saque lo mejor de mí, mis mayores idioteces.

(*)Extractado de La Memoria de las Calles...Las Calles de la Memoria. Liliana H. Rodríguez. Ed. Pardo 1999.Buenos Aires.